Curso 2017-2018: una oportunidad para crecer
En la universidad medimos el tiempo con un sistema simple y ramplón, muy lejos del extraordinario y poético instrumento que idearan los mayas (no damos para más): el calendario académico. Mañana –quizá ya hoy, tal vez ayer– 4 de septiembre, ingreso con prudencia las primeras cuentas en el mío.
Echar a andar en un nuevo curso no es fácil: es imprescindible detenerse antes para examinar de qué modo vocación, obligación moral y estrategias corporativas alcanzan un punto de conciliación, precisamente en una universidad –la española– que, por no perder en los rankings la nueva temporada de caza, renquea doliente y abnegada por culminar “rankeando” proyectos de imagen corporativa muy alejados de las personas que las construyen y de las sociedades que las necesitan.
Mi curso 2016-2017 fue un tiempo de barbecho: las tierras -a pesar de algún espontáneo fruto- descansaron, contemplando entre el asombro y la decepción cómo las malas prácticas responsables del cambio climático han encontrado en el contexto académico un eficaz abono para su inflación, desde la cúspide a su base provinciana. La lamentable entrevista concedida hoy por la, recordemos, no doctora Secretaria de Estado de I+D+i a europa press –qué decir del Secretario de Estado de Educación– confirma los peores temores de cómo la ciencia en este país lleva sobreviviendo años como pollo sin cabeza, desafiando a la biología que para estos casos ha fijado el límite de supervivencia en 18 meses. Glosa académica: así le sucedió al famoso gallus domesticus Mike, cuya decapitación en septiembre del curso 1945-1946 no alcanzó la arteria carótida y un coágulo impidió que se desangrara: su tallo cerebral y uno de sus oídos quedaron intactos y las funciones básicas tales como la respiración, ritmo cardíaco y sistema reflejo, controladas por el tronco del encéfalo, le permitieron gozar de buena salud hasta que en una invernal mañana de marzo de 1947 –paradójicamente próxima ya la primavera– el animal murió de asfixia. Bien, pues así nuestra alma mater...
Así las cosas, y dado que no soy demasiado amigo de corporaciones o instituciones, sino del esfuerzo honesto de muchos colegas que, como yo, no llegan a entender por qué el camino está tan cuesta arriba, me atrevo a decir que nuestro reto no se inscribe en los cacareados acrónimos pendientes del mercado, sino en espacio próximo de las personas: en sus necesidades y cuidados. Y como la música es maestra de cuidados, afectos e inteligencias, creo que solo desde este rincón -mi cueva profesional- puedo intentar salvar esta disonancia que transforma la condición artesana del maestro y del investigador en la salvífica estadística empedrada que todo discurso universitario gusta lucir en su acto inaugural. Por eso, alejado de ese singular atrezzo de cartón piedra y traje académico alquilado, afronto este próximo curso como una excelente oportunidad para seguir trabajando en cuatro ámbitos para mi importantes:
1) Trataré de guiar a mis estudiantes en el conocimiento intelectual y emocional de la música, fuente inagotable de diversidad y convivencia. Ellos serán futuros maestros, responsables de la educación de mis hijos y nietos -si llegaran-, y espero que preserven que la música es, ante todo, una actividad compartida, expresión individual y colectiva, más antigua que las leyes del primer mercado.
2) Aprovecharé cada ocasión –esto es, me manifestaré, protestaré, apoyaré y revindicaré– para que mis excelentes colegas que se mantienen en un frágil equilibrio laboral alcancen la estabilidad que merecen; y exigiré la necesaria e imprescindible desfuncionarización de las rémoras que habitan nuestro sistema académico, que si bien son escasas y pobres en espíritu y número, constituyen células cancerosas que circulan con impunidad para colapsar la ya escasa funcionalidad de nuestra universidad.
3) Descabalgo la silla de la meritocracia, vasalla del reconocimiento externo y poco atenta a la profundidad, validez y proyección de sus hallazgos. Escribiré sobre lo poco que puedo saber, procurando recuperar la ingenuidad y mirada desconcertada de los primeros pasos en la carrera. La burocracia de los últimos años nos ha llevado a aceptar un trabajo rutinario, colmado de grisuras. Sin embargo, sin emoción no hay ciencia, lo cual implica que no habrá una sola línea en un artículo capaz de transformar el mundo. Deseo que escribir vuelva a ser contener el aliento.
3) Basta ya de ser unos irrelevantes sociales: a nadie –aunque nos creamos el Ομφαλός του Κόσμου, esto es, el ombligo del mundo-, le preocupa cuanto acontece en la universidad, y sí cuanto podamos ofrecer desde ella. Hay que pisar la tierra. Por eso seguiré apostando por la educación a través del arte en nuestro curso de Especialista en Expresión Artística, Diversidad y Aprendizaje; en la importancia del patrimonio musical como cauce para la comprensión del pasado, la reflexión sobre el presente y un posicionamiento frente al futuro. Y seguiré apostando por la necesidad de un Máster en Investigación Musical en una vasta región –Castilla-La Mancha– cuyos músicos siguen marchándose fuera de su tierra, acogidos los más por sus extraordinarias capacidades– y pagando cantidades económicas monstruosas en universidades privadas que, si bien carecen de la solvencia investigadora que acreditamos las públicas, han demostrado un olfato, oído y perspicacia infinitamente más sensible que los desinformados sistemas públicos.
Todos conocemos Harveys académicos capaces de asolar comunidades enteras. Pero también he visto cómo un padre al piano transforma en Houston un salón anegado por el Buffalo Bayou en una serena estancia colmada de reflexión y consuelo. Esa es la maravilla de la respuesta personal allí donde no llega –ni podrá llegar jamás– cualquier aparato institucional, pelirrojo o en tacones.
Bienvenido sea, pues, el curso 2017-2018. Siempre habrá un lugar para la esperanza bajo el amparo de la esquizofrenia, gobernados por esos otros calendarios aún más importantes que contemplan las vicisitudes del corazón y cuyos ciclos nos enamoran y vapulean con tanta dulzura como violencia. Pero eso ya son palabras mayores para las que no nacimos los tristes académicos, sino mayas y poetas.