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Este verano, por casualidad, conocí el triste destino de un familiar lejano en el tiempo. Este relato recrea los avatares que nunca debieron haber sucedido. Sé que es demasiado largo para el formato de una red social: gracias por leerlo a quienes le confiéis vuestro tiempo. Lo escribí lo mejor que supe para honrar su memoria y la de cuantos sufrieron sus mismas desdichas

 

De Mariana a Mauthausen

   

“Allí donde la toques, la memoria duele” (Yeoryos Seferis)

 

    La lluvia limpiaba el cielo de aquel sábado 20 de mayo de 1882 cuando el llanto de Bernardino irrumpió en el mediodía. Lorenza Gallego dejaba en el pecho de su hija Martina a aquel pequeño que trepaba al pezón para mitigar su hambre de osezno. Gervasia de Julián también lloraba, pero de mullida felicidad: azorada por la inminente llegada de la criatura, se había lastimado las rodillas cuando corría al corral para avisar a Comín, su marido; urgía preparar el caldero y las escudillas para asistir al parto. La pequeña Martina, tomada de la mano de su tía Sebastiana, besaba incrédula al hermanito recién nacido. En la puerta, los abuelos liberados del jornal, José Comín y Miguel Igualada, compartían su tabaco con Juan Comín, el padre del primer varón en la familia, mientras esperaban el permiso de las mujeres para ver al pequeño. Bernardino Comín Igualada había llegado al mundo en la pequeña aldea de Mariana, cuyas apenas cincuenta casas bajas eran contenidas por el arco del Júcar sobre la fresneda. Lo había hecho dos semanas antes de lo esperado, como si tuviera urgencia por nacer. La lluvia había lavado los bosques cercanos y cuando las mujeres permitieron a los hombres entrar, un aire limpio colmado de madreselvas, pinares y cipreses invadió la estancia.

    Le pusieron el nombre del santo del día: Bernardino de Siena, nombre de origen alemán que quiere decir “fuerte como un oso”, y fue Sebastiana, la hermana mayor de Martina, quien lo llevó aquella misma tarde a la pila. Pero ellos no sabían; ellos no podían saber. Afortunadamente, nunca supieron.

    Bernardino creció feliz y sin escuela, en un tiempo medido por lo pastos del ganado y las labores del campo. Los abuelos murieron pronto, pero también llegaron los hermanos que burlaron la muerte prematura. Martina, Bernardino, Claudia, Cirilo y el pequeño Gregorio se criaron en las riberas del Júcar y del Mariana, contemplando el trabajo de los gancheros que conducían la madera a la ciudad. Pronto Bernardino comenzó a ayudar a su padre en el jornal, y al caer la tarde, bajo los sillares románicos de la pequeña iglesia de San Pedro, recibía el abrazo bullicioso del pequeño Gregorio que salía a recibirles. Los trece años de diferencia que había entre ellos hacían sentir a Bernardino una profunda ternura por su hermano pequeño, todavía inocente y juguetón. Gregorio fue el padre de mi abuelo. Transcurrieron los años en aquella familia que comía unida y feliz en la pobreza digna de una España que todavía no se había descubierto miserable.

    Un día de septiembre, en las fiestas del Cristo de la Salud, Bernardino conoció a Máxima Herraiz, acompañada de sus hermanos: tras un prudente cortejo, se casaron en Sacedoncillo, el 11 de febrero de 1911, y marcharon a Cuenca, donde encontró trabajo como peón de albañil: su cuerpo recio como el mimbre se entregó a la promesa de construir un nuevo hogar para los dos.   

    Los acontecimientos fueron cayendo como fruta madura y pronto los años de Mariana solo fueron un recuerdo fermentado que mucho más tarde invadirían a Bernardino de melancolía: los padres murieron; Martina y Claudia abandonaron el pueblo con sus respectivos matrimonios y Gregorio, ayudado por su hermano mayor, encontró en Cuenca un trabajo como carretero. La vida, cuando eras pobre, se sucedía en las despedidas sin esquelas, renunciaba a algunas bienvenidas –los hijos prematuramente perdidos–, y maltrataba a los supervivientes que endurecía y consumía como a maderas quemadas. A Bernardino los hijos le llegaron a la edad tardía de los treinta y ocho años: primero Victoria, después Eladio. Un día, cuando la felicidad parecía instalada entre la rutina del largo jornal y un pan de centeno sobre la mesa, Máxima enfermó y Bernardino no pudo hacer nada para retenerla. Cerca de sus cincuenta años quedó con dos criaturas colgadas de sus ásperas manos, sin saber qué hacer ni dónde mirar, más allá de sus turnos diarios en la cuadrilla. La familia de Máxima cuidó de los pequeños mientras él, confundido, cerraba muros y abría en ellos ventanas que el pasado le había condenado.

    Una tarde, durante las fiestas de San Mateo, Bernardino reparó en una mujer enlutada, sentada con gravedad bajo el umbral de una discreta vivienda en San Antón. Se trataba de  Felipa Sahuquillo, natural de La Melgosa, cuya edad rondaba la suya. Su marido se había suicidado meses antes dejándola sola con la pequeña Luisa. La mirada recta y adusta de la mujer alcanzó a su piel nudosa y, cuando acabó el luto, Bernardino comenzó a aprovechar sus regresos de la peonada para hacerse el encontradizo. Ambos se reconocieron en sus desgracias y Felipa lo recibió con agrado. Sabedores de que la vida nunca espera, decidieron casarse y marcharse a Manresa para escapar de las lenguas maledicentes. Allí les ayudarían los hermanos de ella que habían emigrado años atrás en busca de prosperidad hallando un discreto acomodo. Bernardino contó antes de su partida sus intenciones a su hermano Gregorio, cuya familia había sido duramente castigada por el hambre y los rigores del invierno. “Márchate, hermano: aquí ya no queda ná…” Como si no quisiera apartarlo de su corazón-osera, Bernardino abrazó al benjamín con los ojos arrasados de recuerdos y se despidió en silencio. Todavía debía resolver la duda de llevarse a sus hijos, felices con sus abuelos y tíos maternos. Con ellos, pensó, estarán mejor que conmigo. Así que con el desagrado y la reprobación de todos partió sin saber que nunca más regresaría. Corría el año 1931.

 

*    *    *

    En Manresa la nueva familia se instaló en la bajada de San Marcos, frente al barrio viejo. Primero trabajó en la masía de Pere Alegre en Vilanova, el presidente de la Diputació de Barcelona, abogado monárquico e industrial que fuera asesinado en 1936 por la izquierda local junto a sus tres hijos; poco después, por mediación de sus cuñados, consiguió un contrato estable en el Ayuntamiento como peón de obra. La vida parecía haber abierto una tregua duradera con Bernardino regalándole, esta vez si, buenas cartas para cerrar el juego. Entonces la guerra civil española se hizo mano y cortó la baraja de millones de españoles. Bernardino, por su edad ya avanzada, no fue movilizado al frente y solo pudo esperar con otros ancianos como él, mujeres y niños, la sucesión de acontecimientos que tomaron la ciudad. En la navidad de 1938 la aviación italiana “Legionaria” y la Luftwaffe bombardearon Manresa semanas antes de que entraran los tercios de requetés de Lacar y Montejurra un martes 24 de enero tras la huida del ejército republicano. Los primeros fusilamientos y la depuración de su nombre en el registro de cuantos, como él, habían trabajado en el Ayuntamiento, agitaron el pánico en su cansada conciencia. Durante aquellos años había trabado amistad con Joaquim Amat Piniella y otros compañeros de izquierdas del consistorio. Si bien aquellos jóvenes entusiastas habían inflamado en él un sentido de la justicia que en la sierra conquense había dormido bajo el manto de la resignación, apenas había asistido ocasionalmente a sus reuniones, más por simpatía fraternal que por convicción ideológica. Luisa y Felipa no podían huir con él, quién sabe las penalidades por las que pasarían; debían permanecer en Manresa, confiadas al cuidado de sus cuñadas y hermanos. Pero quedarse era insensato, a tenor de los rumores de inmisericorde brutalidad que llegaban. En el mejor de los casos, si lo despreciaban por su edad para el paredón, sería hecho prisionero y llevado a Barcelona, a los campos de Horta o El Cànem. Tenía que huir. Como un mal mensajero que aborta todo renuevo de felicidad, un antiguo pensamiento regresó recurrente: también ellas estarían mejor sin él. La despedida fue precipitada, como si un mal sueño se obstinara en no abrir su tenaza, y en la madrugada del 29 de enero de 1939 Bernardino Comín cruzó sus cincuenta y siete años por el paso fronterizo de Prats de Mollo tras una larga travesía a pie de dos jornadas sin detenerse.

*    *    *

 

    Al igual que otros miles de españoles, Bernardino fue alambrado en el campo de refugiados de Argelès-sur-Mer. El Mediterráneo abierto confinaba las epidemias de sarna, tifus y disentería que se propagaban en un asentamiento donde la escasa comida se cocinaba con agua salobre. Qué lejos quedaban los campos de avena y centeno; las carretas de leña y la caza de conejos entre los ríos Villalbillla y Mariana. Durante tres meses su naturaleza nervuda sobrevivió al óxido y la herrumbre de todo un pueblo abandonado, azotado a diario por el salitre y la arena. Pero pronto la guerra  -esta vez contra los alemanes-, hambrienta de hombres y necesitada de voluntades, abriría un nuevo palo sobre la mesa y tendió un puente para toda aquella podredumbre republicana: muchos creyeron entonces en la promesa de una futura reunificación familiar y, como a Bernardino ya le dolían los ojos ausentes de Luisa y el silencio severo de Felipa, en la primavera de 1940, con la esperanza de tenerlas más cerca y las fuerzas justas para sostener una pala, ingresó junto a otros doscientos españoles en la undécima Compañía de Trabajadores Extranjeros. Esta dotación civil, comandada por el Capitán Vidal, avanzaba sobre la frontera alemana proyectos no armados para el ejército francés: instaló primero sus tiendas de tela en el valle de l’Ubaye, cerca de La Condamine-Chatelard, para estabilizar el camino que llevaba al túnel de Parpaillon y así asegurar la unión estratégica de Embrunais con la Alta Provenza; semanas después, bajo la vigilancia de una quincena de soldados, fueron transferidos a Moselle  para desescombrar los caminos llenos de objetos que la población había dejado en la huida desesperada del ejército alemán: juguetes sin infancia, enseres de cocina para el hambre y ropas de abrigo inservibles para el mes de mayo. Europa se desmoronaba. Al pie de los Vosgos, sin embargo, Bernardino sintió que la esperanza se desplegaba como las sábanas de narcisos que flanqueaban las laderas. Tutelados por el ejército francés comían algo mejor: esa última semana había probado un poco de pastel de arándanos y el estómago fortalecido condujo inmediatamente al corazón hacia las faldas enharinadas de Felipa y a sus rosquillas de naranja y canela… Cómo la echaba de menos... Si las promesas se cumplían, el gobierno francés tal vez mediara para un reencuentro en Nîmes o Perpignan… Los franceses habían previsto un precario servicio postal y algunos compañeros enviaron contadas cartas a sus hogares, pero su timidez, hecha de muy pocas palabras y de menos letras, cercó su desamparo; incapaz de pedir el favor de una breve nota, sus temores y anhelos quedaron confinados bajo la expresión recta y grave de su resistencia. A pesar de su soledad extrema, mayo renovó la sabia bajo su corteza de encina casi sexagenaria, abandonada en los respiros a los recuerdos de Felipa y su niñez en Mariana.

    Felipa, que desde su llegada a Manresa se había ganado la vida de lavandera, había entrado con su hija al servicio en el hogar de un mando intermedio del movimiento.  No sabía leer ni escribir y hasta ella solo llegaban los rumores que suplantaban la verdad. Tras el exilio muchos dieron por muerto a su marido: que si el Benardino había sido abatido antes de alcanzar la frontera; que no había resistido a la epidemia de tifus en Argelès-sur-Mer, en Collioure, en Saint Cyprien; que había sido acribillado al huir de los alemanes… La muerte rubricaba su presencia irrevocable en los corrillos. Todos trataban de convencerla de que no tardaría en llegar algún papel oficial que confirmara su viudedad, pero Felipa desmentía con un “eso ya se verá” que ahogaba en su mansa encogida de hombros al tiempo que preparaba en secreto un corazón de luto por segunda y última vez en su vida.

    En junio de 1940 la undécima Compañía de Trabajadores Extranjeros fue tomada por los alemanes. El 21 de octubre de 1940 el Centro Nacional de Información sobre los Prisioneros de Guerra todavía recogía en su lista n.º 34 el nombre de Bernardino Comín, detenido en Belfort y conducido al Stalag XIB de Fallingbostel, cerca de Hannover. Allí compartió dependencias con Francisco Boix, más tarde conocido como “el fotógrafo de Mauthausen”, y los manresanos Jaume Real, Amat Piniella y los Labara, padre e hijo, futuros supervivientes de aquel infierno en la liberación de 1945. Bernardino perdió su nombre en el número 389-Z y se limitó a esperar, confiado en la protección de la Convención de Ginebra como prisionero de guerra, aunque consciente de su escaso valor en el intercambio de soldados. Muy pronto, desde finales de septiembre, cada semana centenares de españoles abandonaban los stalags en vagones de mercancías sin rumbo preciso: aquellos desplazamientos alimentaron las suspicacias hacia un horizonte turbador: ¿qué destino podría esperarles si Alemania enviaba cargamentos de exiliados al régimen franquista? Menudo pastel… El regreso a España, confinado en un campo de trabajo, o incluso el umbral de un juicio sumario bajo la muerte merodeadora se le antojaba una guinda demasiado cruel para tanto padecimiento. Pero a veces, cuando en los recuentos rutinarios bajo la grisura de los últimos cielos y uniformes los huesos dolían y la reuma le agusanaba hasta las médulas, el recuerdo del sol templado sobre su espalda despertaba el aroma olvidado del quejigo y la sabina, del enebro y del romero, en una dulce ensoñación momentánea que le invitaba a morir en su tierra. Pronto decenas de voces de carga despejarían todas sus dudas.

*    *    *

    El tren llegó un 24 de enero de 1941. Aquel día mil quinientos seis hombres –el mayor contingente que hubo nunca– fue embarcado en vagones de ganado hacia Mauthausen. Aquellos trenes daban cumplimiento al acuerdo que el cuñado de Franco, Ramón Serrano Suñer, había pactado en su entrevista con Himmler y Hitler en septiembre sobre los presos españoles que, como Bernardino, permanecían en los campos alemanes de prisioneros: no eran hijos de la nueva España. Más de diez mil españoles fueron deportados a los campos de concentración con el triángulo azul de los sin tierra; cerca de ocho mil apátridas fueron asesinados. Pero aquella madrugada las cifras del acuerdo todavía vivían: aquellos guarismos gemían, se orinaban, y las bocas ensangrentadas por los golpes que las hacinaron maldecían y gritaban sofocadas por la fiebre el nombre de sus madres. Durante tres largos días las estaciones de Wurzburg, Nurenberg, Ingoldstadt, Munich, Rosenheim y Salzburg cambiaron de vías aquellos aullidos lastimeros que después despedían sin horror. Bernardino, con las piernas abrazadas y el espíritu encogido, aprovechaba una tabla mal fijada para tomar breves bocanadas de aire fresco a dos palmos de un suelo inmundo; sin agua, sacudido por calambres y penetrado por el hedor opresivo de toda aquella podredura, se venció convencido de que en aquel viaje había hallado su último destino.

    En un recodo del Danubio el convoy se detuvo por última vez. Los golpes sobre los lomos del vagón sacudieron las conciencias alucinadas de aquellos hombres: como truenos que estallaran, las puertas se descorrieron y dejaron caer sobre el andén la quejumbra húmeda y nauseabunda de un millar de lamentos. Bernardino callaba, como siempre. Ascendieron el largo camino que llevaba de la estación al campo de concentración como reses aturdidas: aquellas que caían recibían un disparo en la cuneta. Entonces alcanzaron la loma y pudieron levantar los ojos: los muros del campo perfilaban el alba. En la plazuela de entrada fueron obligados a formar desnudos en medio de la nieve durante horas. Tras las duchas, rasurados y provistos de mortajas como pijamas, fueron registrados con morosa pulcritud, sin prisas por que la muerte certificara sus fichas. Familienname: Comin Igualada. Beschäftigung: Landarbeiter. Alter: 20.5.1882 zu Mariana. Religion: rk. Staatsangehörigkeit: Spanien. Ordentlicher Wohnsitz, Wohnung: Manresa (Barcelona) c. Bajada de San Marcos 3. Todfallsaufnahme…  Bernardino perdió por segunda vez su nombre –6386–, y contempló la extensa geometría de barracones antes de que la culata del fusil encontrara sus caderas. Dolorido y agarrotado, contuvo su llanto de anciano, aquella extraña compunción que solo en ocasiones le había tomado la garganta para postrar su recia naturaleza: la muerte de sus padres; la enfermedad de Máxima; el adiós a Gregorio; la última noche junto a Luisa y Felipa… Los kapos polacos esperaban en el barracón y allí fueron almacenados en literas de tres alturas, entre tres y cuatro de ellos por estante sobre una delgada hijuela de paja. Al caer la tarde Bernardino no tenía palabras para explicar lo que le había sucedido.

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    El campo estaba a medias de su construcción y las primeras semanas fueron medidas por los ciento cuarenta escalones de la cantera: unos años después, remodelada, sería conocida como la escalera de la muerte, con sus ciento ochenta y seis peldaños regulares. Sobre las cinco de la mañana una aguda campana inauguraba cada jornada hilvanada de indignidad y vergüenza: pilas circulares para el aseo y mínimas letrinas comunales de las que eran expulsados por los picos de los kapos para el primer recuento. Un cuarto de litro de agua turbia rompía el ayuno de tres días y el ánimo se llagaba sobre los zuecos que les habían entregado. Durante el día entero ascendieron piedras de entre treinta y cincuenta kilos de peso en la cantera más rentable del III Reich. Sobre sus espaldas se cercaron los muros de su prisión y se pavimentaron las ciudades alemanas, necesitadas de granito, según los planes de Albert Speer. Aquellos que se vencían por el peso de la cargas eran abandonados a su agonía y los débiles eran empujados al abismo desde la altura que el sarcasmo nazi había coronado como el muro de los paracaidistas. Al mediodía una sopa deslabazada de nabos y zanahorias dormía el estómago; después, regreso a la Wienergraben. Quienes sobrevivían se presentaban de nuevo al recuento en la Appellplatz y la cena, una rodaja de salchichón, margarina y un pequeño pan que debía ser repartido entre cuatro hombres, desesperaba la noche del barracón. Bernardino se preguntaba si su familia tendría noticias de su situación, siquiera de las coordenadas de aquel rincón alemán que lo estaba matando. Cerró los ojos junto a los pies bulbosos de otro recluso y se refugió en la alacena humilde de ajos tiernos, algo de cecina, pimientos secos y cestos de patatas que su madre tenía en Mariana.

 

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    Pronto la saturación del campo obligó a traslados masivos hacia el campo de Gusen, también en construcción, a apenas cinco kilómetros de Mauthausen. Un lunes 17 de febrero de 1941, Bernardino fue enviado allí junto a un grupo formado por enfermos y ancianos. Gusen era presentado como una especie de sanatorio concebido para reparar la salud de los exhaustos. Meses más tarde los prisioneros del campo principal de Mauthausen serían conscientes de la verdad de aquel matadero: de Gusen nadie regresaba. Perdió su nombre por tercera vez  –10515–, una cifra a la que su cuello se acostumbró dócilmente. Sus barracones, peor construidos y sin letrinas, soportaban las peores condiciones de hacinamiento imaginables. El traslado multiplicó por diez los sufrimientos: las canteras de Gusen y Kastenhof, eran abiertas con la misma avaricia que el hambre consumía sus cuerpos.  Las formaciones en la Appellplatz se sucedían en mitad de la noche con el fin de hacerles el sueño imposible; su vejiga inflamada debía cruzar la nieve para llegar a las cloacas y orinarse encima podía suponer la muerte. En abril la visita de Himmler al campo sustituyó la jornada habitual de trabajo por largas horas de pie derecho en formación, junto a los prisioneros soviéticos recién llegados. Cada movimiento programado por la comandancia de Chmielewski obedecía a una sincronizada maquinaria orientada a sacarles de si, a desatar la locura fraterna con la muerte. Pero Bernardino resistió y durante nueve meses ahogó en el jergón las secuencias que conformaban su día a día: los músicos de carnaval en las ejecuciones; los veinticinco vergajazos sobre las nalgas en los castigos diarios; los extraños carbonizados en las alambradas; las inyecciones de bencina en los corazones de la enfermería; los primeros furgones de gas ziklon que llegaban desde Mauthausen; los disparos cuya resonancia envolvía el humo continuo del crematorio; las procesiones vespertinas frente a la montaña de cadáveres que esperaban ser desescombrados. Una noche soñó con un camino que tomaba a menudo a las afueras de Manresa, con las hileras de almendros reverdecidos y sus racimos de flores blancas y rosadas cuyo manto había sido tejido por los meses fríos; Bernardino se abrazó a aquel inesperado regreso como si pudiera protegerle de un porvenir de amenazas invisibles que aún le aguardaban.

    Octubre anticipó un helor estepario sobre aquel rincón austriaco y Bernardino ingresaba en la enfermería: tenía cincuenta y nueve años, la boca desdentada y llena de bubas; los ojos hinchados y los huesos molidos, como si fuera un lejano recuerdo de si mismo.

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    Aquel jueves, 6 de noviembre de 1941, amaneció como si la noche no quisiera despegarse del cielo. El paso bronco del Danubio era ahogado por un techo cavernoso de nubes bajas que reflejaban eléctricas las luces de las torretas. Ese día llegaría la inesperada liberación. A las ocho y media de la mañana Felipa comenzaba el repaso de plancha rutinaria que debía subir a las diez al dormitorio principal mientras los señores desayunaban; Luisa acariciaba al gato de San Blas en su camino hacia al mercado; Victoria preparaba silenciosa la costura y Gregorio uncía las mulas a la carreta; Bernardino, junto a cuarenta y cinco españoles y otros más de trescientos hombres desechos de Europa, esperaban un singular recuento por última vez en la plaza. Hoy la cantera podía esperar. La muerte abrió la puerta sin que ninguno pudiera escoger el camino: algunos fueron conducidos hasta los quirófanos de Hartheim; los más jóvenes fueron llevados dócilmente al desnucadero donde aguardaba el disparo final; Bernardino, el más anciano de todos, escuchaba de pie enfebrecido sobre el embaldosado los gritos del baño a presión y las voces sofocadas en las cubetas mientras su corazón claudicaba y sentía por última vez un rumor de pinares que bendecía su infancia.

    Durante las horas siguientes cada faena cumplió su exactitud rutinaria. Felipa subió pesadamente la ropa recién planchada y perfumada a los estantes del dormitorio; Victoria zurciría sin descanso hasta el mediodía; Luisa regresó de su primer viaje al mercado cargada de naranjas y limones; y Gregorio afianzaba con monotonía las cuerdas de una carga de pollos sobre la carreta y encendía nuevamente, con un extraño pesar, el cigarro sobre el pescante. En Gusen, a más de dos mil kilómetros de distancia, el cuerpo de Bernardino y cientos de cadáveres ajusticiados eran apilados sobre el pavimento, ignorantes ya del hacha y del crematorio.

 

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    El tiempo desdibujó la barbarie. En 1955 un derrame cerebral se llevó a Gregorio. Dos años más tarde, en diciembre de 1957, meses antes de morir, Felipa recibía en una carta de Cruz Roja Internacional la ficha de defunción que disfrazaba compasivamente la muerte de su esposo: parada cardíaca. Habían transcurrido diecisiéis años de luto clandestino y aquella muerte certificada solo agravaba la vergüenza del humillado. Los recuerdos, sin embargo, nunca tuvieron un correo oficial. Por eso a Gregorio jamás le llegó el último pensamiento que enhebró del corazón a la frente el pulso exánime de Bernardino, su hermano mayor: aquel en el que un niño de seis años corría hacia él para abrazarse con fuerza a su cuello de oso, del que quedaba colgado, como si luchara por retenerlo a la vida en un último atardecer en Mariana.

Juan José Pastor Comín 

 

Heidelberg, agosto de 2019

NOTA ACLARATORIA

    El 9 de agosto el BOE publicaba los nombres y apellidos de 4.427 españoles asesinados en los campos de concentración nazi. La República Francesa ya había hecho este reconocimiento el 23 de mayo de 1993. Más de 7.000 españoles murieron en el campo de concentración Mauthausen-Gusen. Cristina fue la primera que me remitió la noticia en el desayuno; al leer esa misma mañana los nombres de los asesinados de la provincia de Cuenca, hallé el de Bernardino Comín Igualada, nacido en Mariana. Recordé entonces que la familia de mi abuelo procedía de allí y que mi bisabuelo tenía esos mismos apellidos. Con la ayuda de mi madre, Angustias Comín –ella desde Cuenca, yo desde Heidelberg– descubrí los trazos gruesos recogidos en el relato, lugares todos por los que Bernardino, hermano de mi bisabuelo Gregorio, transitó. Hondamente impactados, viajé con mi mujer y mis hijos a Mauthausen y Gusen: allí vimos llorar a varios españoles sobre miles de nombres olvidados.

    Este relato no está concluido y seguramente deba ser nuevamente escrito. Seguramente nade fue como se ha imaginado excepto la larga relación de lugares, nombres y registros del exterminio que no faltan un ápice a la verdad, siniestra y desdichada. Quiero agradecer toda la información recibida a los historiadores Jaoquim Aloy y Jordi Pons, quienes han estudiado de modo ejemplar la represión franquista y promovieron el reconocimiento público de los manresanos desaparecidos en campos de concentración a través del proyecto de Stolpersteine del alemán Gunter Demnig; a mi madre Angustias Comín por compartir conmigo cuanto sabe de su familia y visitar los archivos diocesanos y municipales de mi ciudad; a Magda  Sardans, hija de Luisa Peñalver, nieta de Felipa Sahuquillo, quien tuvo la generosidad de responder a mi llamada y transmitirme el estigma de los represaliados; a Sabine Gresens del Bundesarchiv alemán y a Rudolf A. Haunschmied del Gusen Memorial Commitee, por sus amables indicaciones; a Jean-Louis Bernizo Mateo de la Sociedad Amical de Mauthausen, hijo de Bermejo Mateo Alejandro, liberado el 5 de mayo de 1945 de Gusen por la armada americana, por todas las informaciones y gestiones en proceso que ha realizado. Con todos ellos –y con cuantos han perdido en no importa qué guerra a sus seres más queridos– comparto el dolor que solo la memoria puede mitigar.

    “La vida de los muertos perdura en la memoria de los vivos” (Cicerón). Todos ellos merecen el recuerdo sobre la brutalidad que acabó con sus vidas: todos merecen el respeto emocionado que hoy la ignorancia de algunos corazones mezquinos propone deliberadamente olvidar. 

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