top of page
Frankenstein 3.jpg

​

 

Frankenstein​

​

    -Víctor, ¿quién soy?- dejó la criatura exhausta en un penúltimo estertor sobre el frío suelo. Fuera los aldeanos batían con ira el pecho de la fortaleza. Las teas ascendían los gritos como llagas luminarias y uncían el castillo a la roca como un brazo herido. Pronto aquel hormiguero de odio treparía convulso y violento, infectaría cada rincón de su hogar, se deslizaría entre sus aposentos como la brea que acomoda el infierno, y alcanzaría la biblioteca, donde lo recibiría en pie como el último y único culpable. En el embaldosado centenario permanecía inquisidor el dolor irredimible de su lamento. “Víctor, ¿quién soy?”, cruzaba las vetas del damero con pesadumbre de cadenas. La espalda gigante de abeto y roble se mecía indefensa y acunaba junto a sus pies la voz ronca envuelta en un sollozo infantil. Víctor estaba confundido como cualquier padre: solo hubiera deseado consolar a su criatura con un abrazo de lirios y tornasoles, consciente de que jamás podría reparar tanto sufrimiento postrado. Estaba solo frente a ella, interrogante, dispuesta en aquel momento a arrebatarle la vida, al igual que había hecho con quienes tanto amaba. Y es que la muerte, en otras ocasiones cirujana y certera, se tropezaba ahora en avalancha, torpe y sin que acertara a resolver. Víctor miró entonces los hombros del monstruo y descubrió los primeros terrores de la infancia y el calor de su abuela en el camastro ayudándole a conciliar el sueño; en la nervadura de sus manos halló el estallido de los besos en la adolescencia, la reserva de aquellos ojos verdes; en sus piernas poderosas descubrió los paseos junto al río en primavera; las tardes de abril con amigos que la madurez olvidó. Bajo la frente pálida encontró un mar romano y las ruinas mediterráneas de un viaje sin retorno; las noches que él y ella habían remado juntos hasta la extenuación y el hundimiento en el sueño; y en sus ojos idos tropezó con el amor náufrago y el amor superviviente, con el bateo de unos brazos exasperados que se aferraban sobre la espuma a las calles medievales, a apenas tres versos de lava, a aquellos labios únicos y exactos; al tiempo secreto de unos libros... Y reparó en las cicatrices del costado, en las del cuello, en las de la cabeza, anchos costurones remedados una y otra vez, reticentes a cerrar las lindes administrativas de cada recuerdo y su provincia…

 

    Con una violenta sacudida el fuego de los aldeanos entró en la biblioteca y el monstruo huyó por el ventanal sin respuesta, abandonando el silencio de Víctor en pie. La noche vino entonces en su auxilio y secuestró su rostro demudado, ausente ya de la tierra rabiosa que le rodeaba. Detrás de la bruma vio cómo aquel ser escapaba desesperado para sobrevivir a su deformidad. –“Víctor, ¿quién soy?”-, perseguía al monstruo en su carrera. Y Víctor calló en la ribera del llanto, incapaz de confesar a aquella criatura única que ella, en realidad, era solo su memoria.

.

​

​

​

​

bottom of page