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Feliz navidad

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    Laura llegó agotada a casa.  Dejó la luz del pasillo encendida y se venció sobre el sillón. Sentía cómo lentamente entraba en calor y el frío de diciembre abandonaba su cuerpo como un cachorro asustado. Su jefe era un imbécil. Pensaba haberse tomado aquella tarde libre para cerrar las compras de última hora, pero a las dos de la tarde la llamó para cerrar las previsiones de enero. No podía ser en otro momento, ni podía esperar a la última semana. Aquella era una razón más para odiar aquella voz encorbatada, aguda en sus pausas y recortada sobre el desprecio de cuanto le rodeaba, cuya única virtud era, sin duda, saber cómo sacarle de sus casillas con aquella demora controladora. No sabía cuánto más aguantaría en aquel trabajo… Ojalá un día…. Era mejor no pensar.

 

    Instintivamente se miró las manos. Aquellas uñas eran un desastre: no había encontrado tiempo para hacérselas con calma antes de la cena de mañana. Frente a ella el viejo sillón orejero confundía su verde sombra con el salón en penumbra. Era su favorito. La noche de navidad se cumplirían diez años. Luis y los chicos no tardarían en llegar y poblar la casa de novedades y rutinas antes de la cena. Pronto dejaría de estar sola; como si se descolgara de una rama se precipitó veloz sobre los discos hasta encontrar casi a tientas el de aquella tarde. El piano de Erroll Garner se deslizó como un cálido reptil y los arpegios de “Misty” comenzaron a ordenar los restos del tibio bullicio de coches y autobuses que llegaban hasta el ático. Cerró los ojos para ir a su encuentro. Y allí estaba Manuel, sentado en todas sus formas: a ratos silencioso, más allá de si mismo;  otras veces dulce y jovial, con un arco de esperanza en la mirada; de costumbre desconfiado y confundido hasta que le tomabas las manos, casi siempre frías; y aquella tarde remota, feliz, muy feliz…

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    “Mamá tiene una voz preciosa. Javierina. Por eso Javier se llama Javier. No tardará en volver. En el ejército tienen cama, comida y encuentran ocupación. Pero pronto se cansará; él no quiso seguir los estudios, ni acompañar a mamá, ni sacar provecho del piano. Seguro que volverá. Seguro. Quizá lo han arrestado… Volverá. ¿Volverá? Tiene que hacerlo y llevarme con mamá. Yo no puedo seguir más con esta mujer. Algo quiere de mi: no deja de tocarme. De llevarme y de traerme. Quizá mamá haya enfermado, como aquella vez que se quedó sin voz en el Teatro Real, y solo tenga que pasar unos días con estos desconocidos hasta que se recupere. Todavía recuerdo a las hermanas De La Fuente, Berta y Margarita, cómo me cuidaron entonces con sus galletas de jengibre y sus vasos de leche poco antes de dormir… Manuel por acá, Manuel por allá…  Y el día que mamá regresó por fin, con aquel abrigo de paño rojo, bajo el ala ancha de un enorme sombrero escarlata… Volverá; volverá con un hilo de voz que abrasará a esta bruja… Y dará tanto calor a mis manos…, ¡Y arderá, arderá esta casa! ¡Y también el piano! Esto no es una casa, es una prisión… No puedo más… Sus ojos me asustan… Es mala, mala… Se inventa mi vida, no hay quien la entienda… ¡Y yo qué sé quién es Isabel, no deja de hablarme de ella! No soporto a esta mujer…”

 

    “Misty” se disolvió lentamente: la canción ascendió por el sillón orejero de Manuel y tomó la forma de aquellas anchas cortinas que batían la amplia balconada. Ahora “Sunny” se desgajaba como lo haría un ciclista del pelotón, rompiendo el lento ritmo precedente y sacudiendo a traición los recuerdos de Laura. Por consejo de Luis, Laura había decidido reunir a sus amigos, especialmente a aquellos con quienes tocaba. Y es que aquella tarde tuvo la excitación de un reencuentro que parecía imposible: Alfredo, el contrabajista; Carlos, el batería; Loli, la voz menuda que había hallado en Katie Morlands su mejor camino; y Gerardo, cuya guitarra sabía acomodar las canciones con la misma destreza que había conducido a aquellos difíciles caracteres. Manuel no quiso saber nada de aquellos desconocidos que habían tomado el salón con sus instrumentos y cuando se levantó para marcharse Loli lo tomó de la mano y lo condujo con mucha dulzura junto al viejo piano que Laura todavía conservaba afinado. Costó convencerle para que allí permaneciera hasta que Alfredo y Gerardo rompieron los primeros compases de “Misty”. Entonces Manuel puso sus manos sobre el teclado como si abrigara el piano…

     

    “Do mayor, con su séptima mayor, sexta y segunda añadidas; ahora hacia ese blando Fa mayor, que llegará a través de un racimo de novena de dominante menor…, y que ahora rompo, de nuevo menor... son las ruinas de otra dominante, esta vez sensual, perdida, sin resolución, como quien acaba una caricia…  ¡Qué buenos momentos! Volvemos a ensayar de nuevo… No sabía que habría esta noche pase en el club… “Misty” ha sido siempre mi favorita… Y también es la suya… Sé que paso demasiado tiempo fuera de casa, los pases se prolongan hasta la madrugada… Rara vez Carlos o Loli consiguen retenerme para una última copa después de la actuación… No me gusta sentirme carabina… Prefiero volver cuanto antes con Isabel… Sé que me esperará ya dormida… Esta noche, desde luego, cierro con el último tema, que no me esperen… Laurita está además con los cólicos y esto tiene a Isabel agotada… Las tardes son nuestras… Cómo me gusta tocar para ella… Mañana, mientras la niña duerme, improvisaré en pianissimo para ella, para sus bellísimas ojeras azuladas… Pobrecilla, está cansadísima… Un nuevo tema…, si, si, eso es…  ‘Blue eyes back the tears’...  Así lo llamaré… Quizá podamos grabarlo… Esas horas serán para nosotros…”

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    A “Misty” le siguieron, casi en la sucesión que esta noche imponía el tocadiscos, “Sunny”, “April in Paris”, y “Where or when”; un río de canciones  que desembocó en “Cheek to cheek” y “All my loves are you”, con nuevas armonías que Manuel reescribía con sencillez y seguridad al piano. Laura comenzó a llorar al ver cómo toda aquella música era el único dédalo capaz de recuperar a Manuel del oscuro laberinto del Alzheimer que lo mantenía largas horas en silencio. Puso su mano sobre su espalda encorvada. “Laura, mi niña...”, pronunció Manuel como si la tomara por primera vez en brazos.  Y acarició su barbilla con los dedos deformados, llevándose las lágrimas felices de Laura como si fueran el último acorde de aquella canción. Después todo se apagó y los fantasmas de Javier y Javierina poblaron una vez más con su nombre aquella súbita oscuridad.

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    Laura nunca llegó a conocer al hermano de Manuel, Javier, quien había muerto en un accidente en el ejército en los años cincuenta. Tampoco a Javierina, que había marchado a Estados Unidos para continuar su carrera de cantante profesional en los estados del sur, donde se había casado por segunda vez con un ranchero tejano, sin volver a tener apenas contacto con sus hijos en España. Murió cuando ella era muy pequeñita y nunca se habló de ella hasta que la enfermedad de Manuel la convirtió en un huésped habitual.

 

    El recuerdo la había sepultado, al igual que había hecho con las muchas noches de llantos y gritos de pánico. De ellas solo quedaba el sordo volumen que había dejado su ausencia en el cuarto que ahora ocupaban los fines de semana los amigos de los chicos. Semanas antes de aquel encuentro ya habían empezado las dificultades para tragar y los problemas de disfagia. Dos meses después, en una noche idéntica de belenes vivientes y noticias de ayuntamientos y comedores que abrían sus puertas a los indigentes, la neumonía cumplía eficaz su promesa y Manuel se deslizó para siempre como un sueño inacabado hacia la memoria de Laura.  

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    La llave venció la cerradura y la voz de su hijo Alberto tomó el silencio. “¿Pero qué haces casi a oscuras, mamá? ¡Vamos, que es navidad! Al final Elisa pasará mañana la nochebuena con nosotros. ¿Qué hay hoy de cena?”. Laura se secó los ojos velozmente y tomó aliento antes de incorporarse para ir a la cocina. Recogió la funda del disco que descansaba sobre sus piernas y quiso acariciar por última vez sobre la cubierta aquellas manos lejanas que habían sido el último lenguaje que tuvieron. Sintió, como cada año, aquel apretón firme como una muda forma de retener su nombre. Entonces volvió a verse las uñas. “Qué horror, mañana por la mañana sin falta me las arreglo. Feliz navidad,  papá”.

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