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La música, un arte inútil​

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Una breve reflexión sobre el lugar de este arte en este 21 de junio, Día Europeo de la Música.

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    Todos esperábamos que la orquesta rompiera el silencio con la música de Beethoven. Las manos del director rasgaron en el aire un velo de atención invisible y la música comenzó a fluir como un manantial entre las rocas. Delgada y dispersa, adquirió poco a poco el cauce de un río en cuya desembocadura, un ancho estuario precedido de estrechos meandros, se cumpliría la promesa de Jorge Manrique: “nuestras vidas son los ríos / que van a dar en la mar / que es el morir”.

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    Pensé entonces en la música como en la vida y cada nota se me volvió, en cierto modo, transparente. Detrás de aquel casi centenar de instrumentistas pude escuchar el peregrinar de muchas pruebas de acceso; los consejos de sus maestros; las horas de estudio individual y colectivo; las comidas y meriendas apresuradas para hacer compatibles sus estudios de instrumento con sus institutos y bachilleratos. Escuché las horas de sus padres, esperando los meses de noviembre y de febrero en sus coches, para recogerlos de sus horas de conjunto; las cenas tardías, los fines de semana junto al atril y la forja de las audiciones, esas que transformaron la inseguridad de sus inicios en el movimiento de acero que dominaba los arcos. Escuché el silbo venenoso del abandono en la adolescencia; la voz que susurraba “haz algo de provecho en la vida”, y vi la imagen fatal del mito virtuoso, el quiebro de los premios extraordinarios y esa sombra capaz de arruinar todos los talentos que al músico no le perdona la excelencia.

 

    Escuché los viajes al extranjero; la búsqueda en Holanda, en Suecia o en Alemania de nuevas oportunidades; a los amigos de fatigas, compañeros de atril y de amarguras más allá de las cervezas; los conciertos solidarios; el máster adecuado; el regreso a la escuela de música municipal; las presentaciones mal pagadas; la caridad con la juventud. Y en los momentos de desaliento hallé la extraordinaria curiosidad intelectual de todos ellos, como un cegador brillo metálico bajo el arco expresivo de sus rostros que empujaba con la mirada el ascenso de cada melodía. Aquellos músicos -como todos los músicos- comenzaron a enseñarme las aventuras y los planos de Bach, de Mozart y Beethoven; las arquitecturas de Schoenberg y la fábrica ecológica de John Cage. Entonces recorrí las habitaciones que música y ciencia compartían, y me mostraron los dormitorios de Pitágoras el filósofo; de Leonardo, el artista; de Borodín, el químico; de Einstein, el físico; de Manjul Bhargava, el matemático…; y el cuarto algo más desordenado de Brian May, el astrofísico de Queen. Escuché cómo música y biología molecular examinaban como hermanas los nuevos virus y, entre estadísticas y probetas, alcancé la música en un rumor de innumerables lecturas: en los romances del siglo de oro; en los versos de Rilke, de Lorca, de Cernuda, de José Hierro, de Dylan; las novelas y cuentos de Joyce, Huxley, Burguess, Cortázar…

 

    La música avanzó mostrándome todo cuanto ella tocaba: las bóvedas y cúpulas de iglesias y catedrales, concebidas como amplias cajas de resonancia; los palacios y teatros de aristócratas y burgueses, y los diseños inteligentes de las ciencias acústicas, todas ellas ahora cuidadas y sostenidas por los impuestos que el erario público transforma en empleos. En aquellos pentagramas escuché al periodismo cultural y al diletante; a las imprentas y editoriales; a las revistas culturales y, por qué no, también al papel couché; a los programas de radio, a los festivales; a los ingenieros de sonido, a los promotores de eventos y a las discográficas; al cine, a las agencias de marketing y la publicidad, enfermas sin bandas sonoras; a la restauración que recordaba que desde siempre, en los palacios el cocinero y el mayordomo estaban muy por encima de los músicos… Y muy calladamente a los musicólogos, como pequeñas bacterias purificadoras de la flora que aloja los intestinos de nuestra cultura, limpiando las fuentes musicales, restaurándolas, digitalizándolas y ayudando a comprender los corazones y las inteligencias de quienes nos precedieron. Y pensé mucho en los oyentes y los devolví a sus infancias: allí donde de niños un maestro que sabía música nos ayudó, cantando, a hablar; escuchando, a respetar; interpretando juntos, a cooperar; emocionándonos, a sentir compasión y ponernos en el lugar del otro.

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    Con la música me llegó el amor, la alegría sin límites y la tristeza sin fondo. Quise entonces que el concierto no acabara y un miedo blanco se apoderó de mi. ¿Qué sucedería si la música, este arte inútil, se detuviera o, poco a poco, se apagara para siempre? Entonces el espanto se contrajo en mi pecho y regresé como un niño de nuevo a la escena y a esas manos que rasgaron el velo.

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Juan José Pastor Comín

Profesor Titular de Universidad (UCLM)

Co-Director del CIDoM (Centro de Investigación y Documentación Musical)

Unidad Asociada al CSIC

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