top of page

La agenda de Pablo

     Tras una muerte lánguida que desciende al infierno del estío, septiembre es el mes en el que las agendas vuelven, ingenuas, a nacer. Desde los diez años he anotado mis propósitos en cuadernos que dejaron la memoria de lo que quise ser, de cuanto quise hacer. Hoy los leo como los vestigios de las direcciones que en cada momento mis pasos quisieron tomar, aunque al caer su tarde se rebelaran y siguieran otros caminos.

 

     Agenda: “lo que se debe hacer”, con esa raíz indoeuropea que recorre nuestra médula espino-occidental a través del griego ἄγω, “yo guío o conduzco”, por mucho que los caballos se nos desboquen y trastabillen nuestros carros. Todos tenemos agendas escritas a dos, a cuatro, a muchas manos que nos recuerdan que somos lo que un día deseamos; también cuanto deseaban de nosotros. Y todos conocemos agendas prometidas y agendas incumplidas; agendas para soñar y agendas del terror; agendas con ascensos y agendas con listas negras -aquí me dicen que estoy en más de una-, escritas por manos no menos oscuras disimuladas en blanco cardenalicio; agendas para alcanzar codiciados estándares y agendas para despeñarse desde ellos; agendas para proteger el medio ambiente y agendas para la evacuación final; agendas de avaricia electoral y agendas de lujuria dictatorial.

 

     Pero entre todas las que un día compartimos o compartieron con nosotros, en esa densa población de agendas blancas y agendas contaminadas que se nos cruzaron, hay una que hoy se abre con el olor de la inocencia y del patio de colegio: la agenda de mi hijo Pablo, imagen de las millones de agendas que mañana se abrirán para estrenar un nombre, e imagen también, en un desequilibrado negativo, de los millones de niños que todavía hoy no tienen su agenda. Todas esperan unas manos gordezuelas, livianas, enérgicas o temerosas, de uñas mordidas y también demasiado largas, con nudillos lacerados y padrastros: manos de niños que levantan la mirada confiando en el dictado de sus mayores. Allí quedarán registradas sus obligaciones como mal entendidos proyectos de adulto. Y entre líneas, e invisibles entre hito e hito de responsabilidades, el misterio de la infancia cuyo fantasma no escrito algún día les visitará en la madurez: sus juegos inventados, las canciones con nuevas letras, las mitologías reformuladas, las impresiones del nuevo que llegó hoy al aula; el mal sabor del comedor y el cansancio demoledor de las diez de la noche tras el rosario doloroso de extraescolares; las salidas en bici prometidas y abortadas; y también las cumplidas, y los mediodías en la cocina, junto al horno; y los paseos con el perro y los largos viajes de puente… Ojalá un día el papel copiara esa otra agenda del corazón, porque -nuestra edad ya lo sabe- todo regresará confuso, fuera de agenda.

 

     Así que, adultos, no lo estropeemos todo de nuevo y recordemos estos días su nombre en las nuestras: agenda, lo que se debe hacer.

bottom of page