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Día Internacional de la Música. Sordos para la Educación



El 21 de junio de 1982 el ministro de Cultura francés Jack Lang instituyó la Fête de la Musique, una celebración que coincide con el solsticio de verano en el hemisferio norte y cuyo valor simbólico y sentido atávico será celebrado en unos días por las hogueras que ingresarán en la noche de San Juan la luz sobre la tinieblas. Símbolo inequívoco de la razón –y recordemos a Apolo, dios de la luz, la verdad y la profecía, de la música, la poesía y las artes– desde hace hoy treinta y un años todos los pueblos celebran a través de la música el imperio del sol y su triunfo sobre las sombras amenazantes que avanzarán de modo perseverante en los próximos meses hacia la disolución de una luz inextinguible que volverá de nuevo a triunfar en el próximo solsticio de invierno, coartada bien aprovechada por el calendario católico.

La condición efímera del hecho musical no debilita su naturaleza esencial y consustancial al género humano, por mucho que los nuevos programas educativos se empeñen en reducirla y degradarla: cada uno de nosotros, concebidos en el silencio intrauterino ingresamos en la música de nuestras madres, acunados en sus primeras nanas; evolucionamos, crecemos, desarrollamos el dramático interés de nuestros leitmotifs, alcanzamos los momentos climáticos que del sexo, la familia, la amistad o el trabajo obtenemos de la vida; languidecemos, resolvemos o no en nuestra conciencia los conflictos que como en la forma sonata hemos dispuesto en juego, y morimos entregados nuevamente al silencio para perdurar –o no– en el recuerdo de nuestros semejantes, entonados y rememorados por su pulso afectivo. Y desde una perspectiva social, es evidente que el ejercicio de una participación musical activa es índice de una ciudadanía crítica que sabe vivir armónicamente y que no es relegada por sus gobernantes a la mera percepción pasiva de estructuras estándares y codificadas.

Las razones biológicas del hecho musical, su vinculación con el lenguaje, su naturaleza aparentemente superficial y estética a la vez que imprescindible y conmovedora han sido objeto de estudio de innumerables ramas del saber, desde la filosofía hasta la neurociencia pasando por la lingüística y la psicología, con resultados extraordinariamente eficaces y positivos sobre la estimulación musical en los últimos estados de dependencia vital, en situaciones de stress postraumático o simplemente en sus efectos evidentes sobre el aprendizaje a lo largo de la vida y, muy especialmente, desde nuestros primeros pasos en la infancia. Mi experiencia como musicólogo y docente orientado hacia la educación musical me permite tener un trato frecuente con la literatura científica que discute estos avances, y cada vez son más los proyectos internacionales orientados hacia la investigación musical “aplicada”, como factor coadyuvante en la paliación del dolor, la estimulación hacia el aprendizaje o en la desintoxicación farmacológica a través de la generación de endorfinas endógenas derivadas del consumo y la práctica musical.

Sin embargo no siempre la ciencia se concilia con el proceder político y sus contradicciones. Un buen ejemplo de ello son los Premios Príncipe de Asturias que se concedieron en el año 2011, desbordados de música. Sucedió así que Premio Príncipe de Asturias de las Artes fue concedido a Riccardo Muti, reconocido por su vocación investigadora y su formación humanística, quien –en palabras del jurado- “hacía el honor a la tradición clásica del director capaz de extraer el espíritu de cada obra a través de las mejores cualidades de las orquestas”, al igual que un docente hace de sus estudiantes, consiguiendo con ello “transmitir al público el mensaje intemporal de la música”. Recordemos igualmente que el Premio Príncipe de Asturias de las Letras fue concedido al músico, poeta y novelista canadiense Leonard Cohen, por una obra literaria que ha influido en tres generaciones de todo el mundo, a través de la creación de un imaginario sentimental en el que –y citamos nuevamente al jurado– “la poesía y la música se funden en un valor inalterable. El paso del tiempo, las relaciones amorosas, la tradición mística de Oriente y Occidente y la vida contada como una balada interminable configuran una obra identificada con unos momentos de cambio decisivo a finales del siglo XX y principios del XXI”. Finalmente, el Premio Príncipe de Asturias de Ciencias Socialesfue concedido al profesor de la Universidad de Harvard Howard Gardner, autor de la teoría sobre las “inteligencias múltiples”, y quien ha defenido la existencia inequívoca de una “inteligencia específicamente musical”, teoría que sin duda no hubiera sido posible sin su formación bajo la sombra del filósofo Nelson Godman, impulsor del Proyecto Zero bajo el cual se estudió y promovió el aprendizaje, el pensamiento y la creatividad en las artes, siendo la música paradigma entre ellas.

Coincidamos o no con las razones que justificaban nuestros más altos galardones orientados a “contribuir a la exaltación y promoción de cuantos valores científicos, culturales y humanísticos son patrimonio universal”, mientras tres de los ocho premios Príncipes de Asturias estaban infectados de música por todos sus poros, nuestro país paralizaba la construcción de auditorios y salas de conciertos concebidos al margen de cualquier política cultural; las programaciones culturales de las pequeñas ciudades se venían abajo sin asistencia económica y, lo que es peor, sin vocación cultural ofreciendo tristes eventos convencionales sin compromiso alguno con nuestro tiempo o con nuestro patrimonio, y nuestras autoridades políticas mermaban una vez más el lugar de la educación musical en el currículum escolar.

Bien es cierto que nuestro país no es la envidiada y recelada Alemania, cuyos órganos desaparecidos durante la II Guerra Mundial fueron sistemáticamente reconstruidos para propiciar a sus ciudadanos del siglo XXI al menos media hora diaria en cualquier rincón sajón de encuentro con la lengua de Bach, Mendelssohn, Mozart, Bruckner, Messiaen o Liszt. En España aquellos tubos y lengüetas fueron fundidos y con ellos la barbarie se disimuló bajo el tañido de la campana del nacional catolicismo que concibió el aprendizaje musical antes como un instrumento de adoctrinamiento que como un recurso para el pensamiento crítico. El reciente anteproyecto de la LOMCE, desgraciadamente, agrava la ya deteriorada posición de la Música en el sistema educativo al eliminar la obligatoriedad de cursar Educación Artística en Primaria y Música en la Educación Secundaria Obligatoria. Mientras países como Suiza aprueban por referéndum y reconocen en su Constitución el derecho a la Educación Musical, procediendo así a su refuerzo en la educación básica, España reacciona en sentido contrario incidiendo en unos errores que no han corregido nuestro alto porcentaje de fracaso escolar.

En definitiva, y tal y como testimonia la literatura científica, no se escucha con el oído, sino con el cerebro. Hoy más que nunca se impone una rehumanización del proceso educativo donde la música sea el magma de aprendizaje desde las primeras etapas de la educación infantil, tal y como sucede en países como Finlandia, Suecia o Noruega. Confieso mi escepticismo si confío en que el oído pacato de nuestras autoridades atienda a los matices y armonías de esta demanda razonable en la que el maestro –en el barroco protestante, menos en el católico, maestro y cantor– busca estimular las semillas de nuestra sociedad futura de acuerdo a los avances refrendados por la ciencia, y que confirman que un niño que crece bajo el estímulo musical, desarrollará con mayor integridad toda su psicomotricidad, lateralidad, producción y comprensión lingüística en su lengua materna y segundas lenguas, su complejo universo afectivo y su relación con el medio social y natural. Solo en ese camino así tendríamos futuros maestros que como Muti sepan conducir a sus estudiantes hacia lo mejor de sí mismos; docentes que desde Gardner comprendan la especificidad de ciertas inteligencias sin menospreciar a otras; y lectores que como Leonard Cohen encuentren la secuencia armónica, tímbrica, dinámica y rítmica de sus vidas para avanzar hacia una feliz convivencia entre semejantes, tal y como predicaba el renacimiento del buen gobernador, músico capaz de armonizar los cuerpos sociales. Tuvimos una deteriorada formación musical en el pasado: que nadie se extrañe, en consecuencia, de las capacidades de nuestros actuales dirigentes y gobernantes.

Dicen que no hay peor sordo que el que no quiere oír, y eso sucede especialmente con aquellos espíritus sordos y amargados que ambicionan la dominación, despreciando el derecho a la educación. Prefieren ignorar así que un niño que aprende con música aprende feliz. Desde la escuela, desde nuestros institutos y conservatorios, desde la universidad, cuantos tenemos la satisfacción de habernos entregado a la música seguiremos trabajando para mitigar esta sordera institucional y colectiva: algún día muchos recordarán que fue la música la que derribó las murallas de Jericó; algún día, renovado a pesar de todos este cielo de mediocres, algunos reconocerán aturdidos que en la calle jamás hubo revolución sin canciones.

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