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Relatos. Lali y Germán jamás leerán esta noticia: El CSIC trata de evitar un ERE



Lali y Germán jamás leerán esta noticia: El CSIC trata de evitar un ERE


Eran las 11:15 de la mañana cuando Germán revisaba sobre la web la portada del diario de siempre. Germán era un hombre moderadamente feliz. Llevaba treinta años en la universidad compartiendo despacho con su mujer, también profesora universitaria en el mismo área de Edafología, en la Escuela Técnica de Arquitectura –ahora superior- de una pequeña ciudad de provincias. Ambos frisaban los sesenta sin llegar a alcanzarlos y sus dos hijos vivían en Madrid consumiendo buena parte de sus razonables salarios: el mayor buscaba su primer empleo como periodista; el pequeño terminaba a duras penas ciencias biológicas. Los viajes a Pegalajar –un pequeño pueblo de la provincia de Jaén- para visitar al abuelo, ya mayor y dependiente, y las visitas al piso de Madrid para ordenar con su presencia la vida de sus hijos entretenían casi todos sus fines de semana.


En cinco minutos Lali –apócope atrevido del descoque setentero- entraría por la puerta, concluidas ese día las clases con los chicos de segundo. Lali -en su carnetMaría Eulalia Vicenta– había sido doctora hace cuatro años, mejorando su condición laboral al aprovechar la posibilidad que la Ley permitía al Titular de Escuela de ascender a Titular de Universidad si podía acreditar el grado de doctor, la posesión de dos quinquenios –ojo, ella acreditaba seis- y unos años de gestión, en su caso como subdirectora de su Departamento. Desde entonces sólo había publicado una breve síntesis de su tesis en las actas de un congreso en Málaga sobre Didáctica de las Ciencias Experimentales. Aquel ejemplar estaba sobre la mesa del despacho, al lado de la foto de estudio de sus hijos el día que el pequeño cumplió los 18. Al margen de la satisfacción de un salario mayor, hay que decir, en honor a la verdad, que a Lali le había movido un pundonor que a su marido le resultaba heroico y ejemplar: Rosa, su cuñada, la mujer del hermano de Germán, trabajaba en un instituto de enseñanza secundaria y era doctora desde hacía bastantes años en Filología Hispánica –en Letras ya se sabe, todo es más fácil-, pero esta superior condición académica consumía a Lali aunque sólo fuera durante la cena de navidad en Pegalajar, reunida la familia alrededor de las mejores conservas. El día de San Miguel, el 29 de septiembre de 2008, Lali resolvió con la espada del ángel aquella afrenta anual que le permitió presentarse aquella navidad ante el abuelo Antonio diciendo en voz muy alta para que llegara a su cuñada “Antonio, ¿cómo se encuentra? ¡Que ya soy doctora!”, escena contemplada por la mirada pícara y cómplice de Germán, hijo cumplidor.


Germán, sin embargo, no había tenido tiempo para ser doctor, ocupado como andaba en los últimos quince años con el programa de Formación Continua de su universidad y en el que sin duda era imprescindible. Tan importante era su actividad que el vicerrectorado competente no encontraba a nadie que pudiera resolver aquel fregado que a muy pocos importaba con la determinación que daban sus años en la arena. Buen conversador, de notables habilidades sociales, nuestro hombre había ganado un reconocimiento consagrado en ese suplemento al sueldo que constituía una ayuda nada despreciable en la coyuntura que de verdad les preocupaba: sus dos hijos fuera. La satisfacción responsable de estas obligaciones eran sin duda el canon de su medida contribución al orden social, promovida, por supuesto, por el interesado cuidado de su progenie biológica.


La esquina inferior derecha de la pantalla del ordenador marcaba las 11:18, justo bajo la derrota de Fernando Alonso en el Gran Premio de Brasil. Qué lástima: con la intensidad con que había vivido Germán la carrera. Una intensidad muy próxima a aquella con la que defendió, treinta años atrás, la consolidación de los PNN (Profesores No Numerarios) durante los años 80. Aquella lucha, pensaba él, sirvió para estabilizar a cuantos como él eran y demostraron ser la esperanza de la universidad española. Ellos, como el director del centro –Catedrático de Escuela de Diseño-, estuvieron allí y hoy son una Escuela Superior. Desde entonces habían pasado muchos años y la pareja se había esforzado en mantener un equilibrio cordial con todos sus compañeros. Sus ausencias y discretos silencios en las convulsas Juntas de Facultad habían sido retribuidos por la dirección por aquel despacho matrimonial un poquito más grande que el resto, o por aquellas materias de especialidad que habían logrado mantener sin apenas alumnos y que tanta ilusión les hacía compartir en el segundo semestre.


Como todos los martes –los lunes era una hora más tarde, y el resto de la semana no tenían clase- Lali entró a las once y veinte: un beso en la mejilla y -Qué tal cariño, ¿todo bien? Vamos al banco y arreglamos lo del seguro. – ¿Pusiste las lentejas en la Chef 2000? – Claro, claro. Oye –con cierta alarma-, no tenemos puerros y habría que comprar cebollas. – Vaya, pues cierra que hay que ir también al Mercadona. -¿Y esta tarde? Yo tengo pádel y después quedé con Luis, que me quería contar los trámites de su jubilación. -Perfecto, así puedo acercarme a ver a mi prima Chon.


Germán ayudó a su mujer a ponerse el abrigo y cerraron el despacho. Ninguno llegó a ver la noticia en la que se hablaba de la difícil situación del CSIC, abocado a una severa reestructuración con despidos de jóvenes científicos para evitar un ERE masivo. La noticia concluía así: “En cuanto a los que no investigan… ¿qué hacer si son funcionarios?”. Aquella mañana las cebollas estaban de oferta.

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